miércoles, mayo 06, 2009

SOCIEDAD POSTMODERNA

Francesc Torralba Roselló Preparar para imprimir Enviar por correo

Sociedad anómica y juventud anarca

Se debilitan los lazos sociales, los valores comunitarios se deshacen y comienza a emerger un nuevo orden social basado en el individualismo salvaje

La expresión el Fin de la sociedad no es ni mucho menos nueva. Y sin embargo, nunca hasta los últimos decenios sale este augurio del ostracismo reservado en las ciencias humanas actuales a las visiones cargadas de cierto cariz apocalíptico. Según muchos expertos y analistas sociales, vivimos ya, plenamente en el Fin de la sociedad, lo que significa la desintegración de los vínculos sociales y la disolución de la tan buscada cohesión social.

El paso de una sociedad industrial a una postindustrial, junto con la paralela transformación cultural de la modernidad a la postmodernidad, ha ido acompañado por un deterioro acelerado de las condiciones sociales. Es, en la expresión acuñada por Francis Fukuyama, la gran ruptura social. Se debilitan los lazos sociales, los valores comunitarios se deshacen y comienza a emerger un nuevo orden social basado en el individualismo salvaje que empapa con su lógica gran parte del tejido social. Los protagonistas indiscutibles de esta gran ruptura son las generaciones más jóvenes, ciudadanos privilegiados de la postmodernidad.
Emerge una nueva generación anarca. Pero no en el sentido que tenía la palabra anarquismo en el siglo de las grandes utopías sociales, el siglo XIX. Al joven anarca, a diferencia de aquellos anarquistas decimonónicos, no le gusta la sociedad, llegando a expulsarla de sí mismo. No trabaja a su favor, no está ni a favor ni en contra de la ley, y, aunque la conoce, no la reconoce, despreciando todo tipo de prescripciones, obedeciendo la norma cuando no le queda más remedio o cuando le interesa. La generación de la sospecha, como ha bautizado Pascal Bruckner a la juventud actual, ya no se fía de promesas de los políticos de turno, pues cualquier sonrisa o gesto, es tomado por calculado, cargado de segundas intenciones mercenarias.
La desconfianza en las instituciones y la escasa participación en ellas llega a niveles inimaginables hace apenas unas décadas. En nuestro país, donde todo hacía pensar que se elevarían los niveles de confianza social con el paulatino abandono de intransigencia ideológica, la rigidez normativa y la plena introducción en la vida democrática, los datos recogidos desde los años sesenta indican todo lo contrario. Ya en la década de los ochenta, el porcentaje de recelosos comienza a aumentar frente al de los confiados, llegando en el 2003, quince año más tarde, a un cincuenta y tres por ciento de los jóvenes que hacía propia la frase: es mejor no confiar demasiado en la gente. El dato es estremecedor, porque sin confianza no hay futuro, no es posible edificar nada.
En el 2005 sólo cinco de dieciséis instituciones propuestas para evaluación aprueban en el grado de confianza depositada en ellas, quedando ocho por debajo del cuarenta por ciento. Es revelador, en este sentido, que en los últimos diez años, todas las instituciones, sin excepción, han ido perdiendo, en mayor o menor medida, la ya poca confianza depositada en ellas por los jóvenes a finales de los noventa. Este proceso de descrédito de las instituciones es muy grave, porque las instituciones configuran los cuerpos intermedios de la sociedad y son auténticos agentes de transformación, cambio e innovación social.
La ruptura del vínculo social del joven, le empuja a un espíritu tribal en el que priman las relaciones con el grupo y que darán lugar a la percepción de la sociedad como un cúmulo de grupos antagónicos y al que se une una pronunciada desconfianza e incluso agresividad frente a los otros.
La juventud de nuestro país, acorde con lo que está sucediendo en el conjunto de Europa, se ha hecho en los últimos años más permisiva con la mayor parte de comportamiento antisociales: tomar marihuana, aborto, no pagar el billete en el transporte público, mentir en interés propio, rayar coches o romper farolas. Todo ello da que pensar. Se exige un cambio de dirección en los procesos educativos.
Se debe educar más y mejor.

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