miércoles, noviembre 28, 2007

SE MUERE LA FAMILIA?

Si la sociedad es narcisista, ¿por qué todos valoran tan alto la familia y la amistad?

Familia y amistad no son valores nuevos, pero sí que son valores patentes en la sociedad actual. No pueden ubicarse dentro de la esfera de los valores innovadores, pero sí dentro del conjunto de valores patentes y emergentes, porque, contra todo pronóstico, tanto la familia, como la amistad, son horizontes de sentido buscados, deseados y sumamente respetados por la gran mayoría de los ciudadanos de nuestra sociedad.


A pesar de que en la década de los sesenta y de los setenta se pronosticó la muerte de la institución familiar y de todo lo que representaba, el hecho es que la familia subsiste y es valorada de un modo preeminente en las sociedades mediterráneas, aunque, naturalmente, la unidad familiar ha experimentado profundas mutaciones y cambios a lo largo de los últimos cincuenta años.


Con todo, el deseo de tener una comunidad cálida, la voluntad de pertenecer a un ámbito de afecto y fidelidad se detecta como prioridad en muchos ciudadanos. Algunos jóvenes lo expresan de un modo muy enfático cuando dicen que la familia no falla, que siempre se puede contar con ella, que resulta un soporte afectivo determinante en momentos de fragilidad.


La familia constituye una de las principales instituciones donde se produce el proceso de socialización, donde se reproducen los valores dominantes, pero también es la cuna donde se generan nuevas actitudes y concepciones culturales.

Indagar en torno a los valores familiares supone interesarse por uno de los núcleos centrales donde se reproduce la vida social y significa estudiar la matriz donde se engendran nuevas prácticas y nuevas experiencias.


En todas las encuestas de valores desarrolladas en los últimos años en las sociedades mediterráneas, la familia ocupa un lugar central.

Casi la totalidad de los españoles piensan, por ejemplo, que la familia tiene un papel muy importante en sus vidas. Según estas apreciaciones, la familia es un valor que está por encima de la amistad, del tiempo libre o del trabajo y a una distancia abismal de lo político o la religión. En términos generales, los ciudadanos españoles sienten una gran atracción por el núcleo familiar, pero en cambio sienten un interés muy limitado por el destino de sus conciudadanos, sean nacionales o comunitarios.


La verdad es que esta percepción revela un considerable desconocimiento de los factores que más conciernen al destino de los miembros de una sociedad moderna.

Lo que caracteriza la vida social de las naciones avanzadas es que ésta depende sobre todo de la estructura y del funcionamiento de las administraciones y de los mercados, que tienen una dimensión que desborda ampliamente los ámbitos locales. Sin embargo, el desinterés por este tipo de elementos es fácilmente detectable, mientras que el núcleo íntimo, la familia, ocupa un lugar privilegiado.

Con todo, es evidente que las transformaciones y mutaciones que sufre esta unidad social están íntimamente relacionadas con los cambios que operan en el ámbito social, en el contexto laboral y político.


Existe en nuestra sociedad una pugna entre individualismo y familiarismo. Por un lado, se detecta una tendencia a la vida autónoma y separada, pero, por otro, también una cierta tendencia a construir núcleos afectivos de índole muy distinta que se denominan globalmente familia.

Las sociedades donde la familia representa un valor institucional menor, han fomentado más el individualismo, ya sea a través de la dinámica del mercado, como sucede en países como los Estados Unidos, ya sea a través de la intervención del Estado del bienestar en la vida familiar, como ocurre en los países escandinavos. Mientras que en las sociedades, donde la familia ocupa un lugar fundamental, el individualismo retrocede.


Se mantienen creencias y representaciones muy tradicionales respecto al papel de la familia en la sociedad, sobre sus funciones y sobre su prioridad en la provisión del bienestar. El sistema de valores de nuestra sociedad experimenta mutaciones muy rápidas en determinados aspectos, pero no en el ámbito que afecta a la familia y a la amistad.

Se puede afirmar que en nuestro país, la familia se ha convertido en una especie de religión secular que sustituye a las creencias tradicionales. La prioridad que tiene el valor familia en la pirámide de valores revela, como se ha dicho, el inquietante desinterés por la cosa pública, un escaso sentido del patriotismo y sobre todo una desconfianza respecto al Estado como fenómeno esencial de Modernidad.


Esta atención al valor familia también puede explicarse por razones de dependencia social y económica. La ausencia de políticas familiares en los países del Sur del Mediterráneo puede ser la razón que explique este aprecio de los ciudadanos por la familia. El hecho que la ciudadanía lo pueda esperar todo de la familia y muy poco del Estado pone de relieve un abandono de las responsabilidades de las administraciones públicas con respecto a las familias entendidas.


La amistad aparece, por lo general, en el segundo eslabón de la pirámide axiológica. No es, por supuesto, una casualidad. En un mundo donde se detecta una aguda crisis de la confianza, los ciudadanos valoran muchísimo el vínculo de la amistad porque supone una espacio de transparencia y de autenticidad. No es una amistad que se traduzca en una forma de vida compartida, al estilo colectivista de antaño, propio de la estética hippy, sino que es concebida como una relación sincera y franca que se funda en vínculos de confianza, pero que no rebasa el ámbito de la privacidad.


Vivimos en sociedades masificadas e hiperaceleradas, donde el cultivo de la virtud de la amistad plantea graves dificultades de tiempo y espacio. Se crean nuevos vínculos interpersonales en los ámbitos virtuales y ello permite, en muchos casos, el cultivo de una amistad de tipo virtual que se convierte en un ámbito de confidencialidad vital para el ciudadano.

A pesar del creciente individualismo y de la fragmentación social que se observa en nuestro ámbito social, el ciudadano reconoce el valor que tiene la amistad como punto de apoyo afectivo en el propio itinerario vital. La preeminencia de este valor pone en tela de juicio determinados diagnósticos apocalípticos sobre el modo de ser del hombre postmoderno.

En cualquier caso, no puede afirmarse, alegremente, que sea solamente individualista y narcisista, pues también experimenta la necesidad de abrirse al otro, de tener un confidente, de crear lazos afectivos con sus semejantes y construir vínculos como el de la amistad.

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